El sol apenas había salido en las costas de Cania. El viento era fresco en aquellos días nublados, a caballo entre los estigmas de la crudeza del invierno y los signos de la dulzura de la primavera. El sarcástico Fux Milster y la impasible Diana Scuelet se habían puesto en marcha hacía ya varias horas. Habían tenido que atravesar el continente entero para esclarecer un asunto aparentemente no muy bien clasificado…

—Scuelet, no sé tú, pero yo tengo la espalda hecha puré. La grupa de este dragopavo es tan cómoda como una tabla de cortar.
—¿Seguro que no eres tú, que tienes las nalgas tan puntiagudas como un pico de nocturlabiúho, mi querido Milster? —bromeó la joven.
—Eso, ríete… Ya se te quitarán las ganas. Según la carta que enviaron a la Oficina de Asuntos No Muy Bien Clasificados, lo que nos espera ahí dentro no es nada divertido… —respondió el xelor señalando con el dedo una pequeña taberna de aspecto ruinoso.
Los dos compañeros ataron las monturas a un árbol y se dirigieron a la posada. El barrio parecía tan animado como el Cementerio de los Torturados. Sin embargo…
—Mira discretamente a tu izquierda —susurró Milster entre dientes sin detenerse.
En el interior de las viviendas de alrededor, tan deterioradas que parecían apoyarse unas en otras, los vecinos se agolpaban a las ventanas, algunos de ellos mal disimulados detrás de una cortina de encaje. Otros, sin cortarse lo más mínimo, directamente estaban pegados al cristal con una mirada que reflejaba la impaciencia: la de ver que algo extraordinario estaba ocurriendo, algo que, por fin, iba a sacarlos de su rutina tan aburrida…
—Parece que no suele haber mucho movimiento por aquí —dijo Scuelet casi molesta.
—Sí, parecen muuumuscas que revolotean alrededor de una boñiga de jalató. Me ponen los pelos de punta.
—Lo que ha ocurrido en esta tasca de mala muerte ha debido afectarlos… El dueño afirma que no ha vuelto a poner los pies en ella desde entonces.
—¡Tendremos el honor de ser los primeros en descubrir qué ha ocurrido aquí! —exclamó el joven docero con una sonrisa juguetona mientras le daba un pequeño codazo a su compañera.
Cuando llegaron frente a la puerta de la taberna, la sram y el xelor encontraron un hacha clavada en ella, como si estuviera allí a modo de bienvenida.
—Bonito recibimiento. Esto no tiene buena pinta…
—Tu perspicacia vuelve a dejarme sin palabras, Milster…
Este empujó con suavidad la puerta, ya entreabierta, preguntando si había alguien dentro. No obtuvo respuesta. Ambos entraron con cautela y las espadas empuñadas con firmeza.
—¡No se ve nada! ¡Está más oscuro que dentro del trasero de un dragopavo!
—Desde luego, lo tuyo con la retaguardia de los dragopavos es una auténtica obsesión.
Ignorando el comentario de su compañera, Milster se sacó una luciérnaga del bolsillo e iluminó con ella el lugar. La taberna estaba tan destrozada por dentro como por fuera. Taburetes, vasos y cristales rotos cubrían el suelo. Las araknas se habían instalado por aquí y por allá, y unos wabbits habían ensuciado hasta el más mínimo rincón.
—El dueño no ha mentido al afirmar que no ha tocado nada desde que todo ocurrió.
—Eso o es un auténtico puerkazo… En cualquier caso, aquí no hay nadie. Parece que todo lleva tiempo abandonado. Me pregunto qué quiere la Oficina que encontremos aquí.
Te vuelvo a leer el mensaje de Sfin’Ter, Milster: «El 7 de maisial a las 19:07, un individuo no más grande que un dopeul y de muchísimo vello, armado con un hacha más grande que él, se instaló en la taberna y pidió una cerveza, una Grinness, para ser más exactos. Siete minutos después, llegó un segundo individuo muy parecido al primero, armado con un martillo también más grande que él, que se instaló a su lado y pidió una Muerte Pútrida. Hablaban en una lengua extraña y reían a carcajadas. Los demás clientes empezaron a quejarse cuando los dos individuos comenzaron con su amplio repertorio de eructos. De pronto, uno de ellos derramó un poco de cerveza, manchando al otro. El silencio que siguió fue tan glacial como el viento mistral de Frigost. Los pequeños individuos peludos se observaron durante interminables segundos, hasta que terminaron enzarzándose gritando una elevada cantidad de improperios de los que madres, padres, hermanas y ancestros de ambos eran protagonistas. El tabernero pudo entender que uno decía pertenecer al clan Cabeza Dura y respondía al extraño nombre de Barba Rigón. El otro gritaba alto y claro que el clan Martillelo no dudaría en izar las velas para desembarcar y restablecer el honor de uno de los suyos. Este respondía al nombre aún más extraño de Barba Q’. Los dos blandieron sus armas y empezaron a poner patas arriba el establecimiento, obligando a los clientes a abandonarlo para protegerse. Los vecinos afirmaron haber oído el ruido de las armas que se entrechocaban durante toda la noche. Después, todo se volvió cada vez más extraño… Algunos han visto sombras que indican la presencia de muchas otras pequeñas criaturas que han llegado al lugar. Los murmullos y las risitas nocturnas no han dejado de crecer desde entonces. Ya hace meses que ocurre… Los vecinos se están volviendo locos y se ponen a contar historias sin pies ni cabeza».
—¿No lo entiendes, Scuelet? Un individuo no identificado de pequeño tamaño… Tal vez estén en lo cierto. Recuerda lo que llevo repitiéndote todos estos años acerca de mi herman…
—¡Vamos, un poco de seriedad, Milster! Mira este desorden… Lo que ha habido aquí es una pelea, no cabe duda. Este sitio no es más que un agujero de tymadores… ¡De mentirosos! Han deformado los hechos, eso es todo. Es la explicación más plausible que me viene a la mente.
Milster no escuchaba a su compañera. Estaba concentrado oliscando el lugar.
—Dime, ¿no notas como… un olor extraño?
—Ahora que lo dices, es verdad… Huele a pies.
Scuelet dirigió una mirada inquisidora a Milster.
—Eh, no me mires así, que me he duchado esta mañana —respondió este fingiendo estar ofendido.
—Puede ser, pero todavía tienes esa mala costumbre de comer tostadas de kesitufo desde por la mañana, por lo que he visto. O, mejor dicho, por lo que huelo.
Milster no respondió y se inclinó para agarrar algo.
—Por todos los huesos mal roídos… —dijo tomando con la punta de las garras un enorme matojo de pelo pelirrojo y áspero—. ¡Mira esto, Scuelet!
Su compañera observó con asco el montón de pelo.
—No pongas esa cara, es lo mismo que tienes tú en la cabeza.
Mostrando su disgusto, la joven sram golpeó suavemente el brazo del xelor, que rio. Después Milster acercó la nariz al matojo de pelo.
—¡Puaj! Tranquila, te aseguro que el tuyo huele mejor… —añadió este mientras le ponía a Scuelet su preciado descubrimiento en las narices.
Su compañera retrocedió y se llevó la mano a la boca para no vomitar.
—Es ese olor a kesitufo otra vez… —dijo esta tapándose la nariz.
—Créeme, Scuelet: ninguna criatura del Mundo de los Doce tiene tanto pelo. Por aquí ha pasado un visitante procedente de otro lugar. ¡Quizás incluso de más allá de las fronteras del Krosmoz! Me apuesto lo que tú quieras…
Scuelet puso los ojos en blanco.
—¡Para ya de una vez, Milster!
—¿Y este olor? ¿Me vas a decir que no tiene nada de sobrenatural?
—Lo que es sobrenatural es tu propensión a creer que la verdad siempre se encuentra más allá. Tienes que dejar de creer en esas tonterí…
Mientras avanzaba como podía con la poca luz que había, Scuelet se tropezó con algo. Un pequeño montón de tierra.
—¿Un perforatroz? —sugirió Milster.
Scuelet se puso a darse golpecitos con el índice en los labios, pensando.
—Hmm… No creo…
Se agachó junto al montón de tierra, tomó un puñado y la desmenuzó con los dedos.
—La tierra no está lo bastante blanda… Está como compacta. Quien ha hecho esto es un docero. Pero ¿por qué?…
—O un extradocero —replicó Milster.
—Sí, o una pestruz con 8 patas —bromeó Scuelet.
—Si te digo la verdad, creo que nos enfrentamos a algo mucho peor, querida… —apuntó Milster, que de pronto se puso tan serio que desconcertó a la sram.
El xelor señaló con la cabeza un enorme charco de sangre que se extendía por el suelo. Algo grave había ocurrido en la taberna.
—¿Puedes sujetarme esto y alumbrarme, por favor? —preguntó mientras le ofrecía la luciérnaga a su compañera. Después, sacó una lupa de su mochila y examinó con ella el charco.
—Hmm… Todavía está fresca. Mira.
Se sacó un bolígrafo del bolsillo interior de la chaqueta y mojó la punta en el charco de sangre.
—No ha pasado el tiempo suficiente para que se coagule.
De repente, sin pronunciar palabra, Scuelet se agachó, se mojó el dedo en el líquido y se lo llevó a la boca.
—¿Es que has perdido la cabeza! ¿Por qué has hecho eso? ¡Qué asco!
—Cerveza.
—¿Qué?
—El polvo de arkapiedra que se le añade durante el proceso de elaboración es lo que le da tanto espesor. Y también lo que le da esos reflejos de color ámbar —dijo ella mirando divertida a su compañero.
Milster se quedó boquiabierto.
—Es cerveza, Milster. No estamos ante la escena de un crimen. Yo diría que se trata de una reyerta entre dos clanes.
Dicho esto, Scuelet iluminó con la luciérnaga un poco más lejos, a un montón de jarras vacías y de barriles de cerveza destrozados. Milster pareció decepcionado.
—Bueno, pero… Nada indica que no sea una reyerta entre dos clanes de origen extradocero…
Scuelet dejó escapar un suspiro de exasperación. De repente, una mancha aún más negra que la oscuridad reinante atrajo su interés. Un agujero excavado en el suelo parecía adentrarse más en la tierra. A primera vista, parecía la entrada de una galería.
—¿A dónde puede llevar? —preguntó Milster.
—Ni idea, ¡pero hace falta estar realmente delgado para caber ahí!
—Ahora que lo dices, no debería haber repetido fritada amakneana ayer por la noche…
Mientras Milster guardaba la lupa en su mochila, Scuelet, con ayuda de múltiples contorsiones y una increíble demostración de flexibilidad, intentaba meterse en el túnel.
—Esto… ¿de verdad quieres meterte ahí?
Scuelet ya había desaparecido. La temeridad y la determinación de su compañera de equipo podían ser tan saludables como nocivas. ¿Qué iba a hacer él? ¿Dejar que una joven se adentrara sola en un túnel oscuro en mitad de un pueblo perdido donde los habitantes parecían tan hospitalarios como un recluso de la prisión de Brakmar? Milster suspiró y, acto seguido, imitó a su compañera.
«Como tú mandes, Scuelet… Con un poco de suerte, descubriremos la verdad detrás de esta falla…».