Su curva esbelta y el filo de su hoja le recordaban a una hembra a la que había llegado a conocer bien. Una de las muchas que le habían permitido asegurar su siniestra descendencia. Una, entre tantas otras, que no había podido resistirse a sus encantos de reptil. Pero, sobre todo, la única que le había dejado un recuerdo imborrable…
—La ciudad blanca tampoco podrá resistirse a tu belleza destructora… Tenlo por seguro, querida.
Mientras acariciaba con la punta del índice el filo de su espada, Cocoburio no apartaba la vista del rey de Bonta. Lo estaba desafiando. No agachar la mirada. No pestañear. El joven cocodrail había heredado el ímpetu y la ambición de su progenitor. No era de los que se dejaban impresionar. Y mucho menos después de las recientes conquistas que acababa de sumar a su palmarés.
—¿A qué has venido a mis tierras, pequeño bastardo insolente?
El rey protegía su ciudad como un dragón su dofus. Había oído hablar mucho sobre aquella amenaza, la de un joven cocodrail beligerante que recorría el continente acompañado de su sanguinario ejército. El día tan temido había llegado, pues…
Con Cocobur empuñada firmemente en sus manos, el hijo de Cocabulia y del dragón negro Grugalorasalar se sentía invencible. La espada que su propio padre le había regalado albergaba poderosas fuerzas mágicas. Nunca se separaba de ella, qué importaba si iba a necesitarla o no. Era algo así como su diente de raúl mops.
—¿Cómo? ¿Es que el rumor aún no ha llegado a tus oídos de viejo sordo decrépito? ¡He venido a apoderarme de tu ciudad!
—¡Ja, ja, ja, ja, ja! ¡Eso habrá que verlo! ¿Y cómo piensas hacerlo? Tus amenazas no asustan al ejército de Bonta…
El rey intentaba jugar la misma carta que su enemigo. Aunque había que admitir que no confiaba mucho en su jugada. Si Amakna no había podido resistir al ataque del joven cocodrail y de su ejército, las probabilidades de éxito de la ciudad blanca en aquel momento eran muy escasas.
—¡Vuelve con la desatada y promiscua de tu madre, joven arrogante!
El rey acababa de poner el dedo en la única llaga de Cocoburio: su madre. Un gran número de rumores corrían sobre ella, rumores que la describían como una dragona de hábitos algo ligeros. Eran cotilleos que manchaban tanto su reputación que habían provocado la furia del propio Osamodas.
—¡Vas a probar de mi Cocobur, pobre chiflado!
Cocoburio levantó su espada al cielo y señaló con ella al enemigo. Había dado la señal. Miles de cocodrails se abalanzaron sacando las garras y lanzando rugidos guturales y ensordecedores. Desde la Aurora Púrpura, el ejército bontariano no había temblado de aquella manera.
Los trozos de carne arrancados de los cuerpos salían despedidos por todas partes, e iban acompañados de gritos agudos llenos de un dolor inconfundible. El rey, desvalido y sin saber cómo reaccionar, asistía impotente al exterminio de su preciado ejército.
En un último arrebato de solidaridad, acudió a socorrer a los escasos supervivientes seguido de cerca por Cocoburio, que aún blandía su espada con orgullo. De reojo, sumergido en la marea de guerreros bontarianos, el cocodrail vio que una colosal masa blanca había surgido de la nada…
Crulaklakoss.
El dragón blanco se erguía furioso ante el dragón negro Grugalorasalar, que había permanecido en la retaguardia para presenciar la victoria segura de su querida prole…
—El pequeño cocodrail ha venido acompañado de su papá, por lo que veo… Perfecto, no soy de los que se meten con alguien que no es de su tamaño…
Las dos criaturas se enzarzaron en un combate encarnizado. Sus gruñidos atronadores hacían temblar el suelo. Bajo sus patas, la tierra se resquebrajaba, dejando profundos surcos. De pronto, un grito desgarrador procedente de la masa de doceros estremeció a Grugalorasalar…
—¡Cocoburio! ¡NOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO!
***
Ya sean negros o blancos (o de cualquier otro color, ya puestos), desde siempre, los dragones han alimentado las leyendas más bellas, las historias más fantásticas y las mayores fantasías del Mundo de los Doce. ¡Los doceros se vuelven locos con ellos! Y los temen también…
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